miércoles, 18 de febrero de 2009

Darwin, una almeja viajera y un abuelo famoso.


Hace 200 años nació uno de los hombres que la historia de la humanidad recordará hasta siempre. Charles Robert Darwin nació el 12 de febrero de 1809 en Inglaterra y tuvo uno de los mejores trabajos del mundo: naturalista, viajero del mundo, pagado por la reina de su país. Fue este trabajo el que le permitiría desarrollar la teoría más poderosa del conocimiento biológico moderno. Postuló la teoría de la evolución con base en innumerables ejemplos y observaciones sobre la forma de adaptación de muchísimas especies, lo que le hizo valer a Darwin su prestigio desde la publicación de su libro “El origen de las especies por medio de la selección natural” en 1859. Pocas teorías en Biología han probado con tal fuerza su validez y son tan elegantes como simples. Esta famosa teoría de la evolución postula que la biodiversidad actual es producto de cambios (es decir mutaciones) en una población que, al resultar ventajosas para su supervivencia en un ambiente determinado, son heredadas y acumuladas en sus descendientes (las especies que existen y han existido en la Tierra). Esta teoría ha resultado ser la columna vertebral de la Biología moderna, no porque los biólogos lo hayan decidido así, sino porque es aplicable a cualquier fenómeno biológico donde estén implicadas la variabilidad natural de una especie y su forma de vida, desde la forma en cómo funciona su ADN hasta la forma en que se alimenta.

A partir de la publicación de su libro más famoso, Darwin fue un personaje al que le escribía gente de todo el mundo, desde fanáticos pidiendo un autógrafo hasta profesionales y amateurs con la intención de colaborar con él en el desarrollo de algún trabajo científico. Uno de ellos fue un joven zapatero inglés llamado Walter Drawbridge Crick, quien por estos días de Febrero pero de 1872 le escribió una carta que le provocó una comezón intelectual a Darwin dado que tocaba uno de sus temas favoritos. Para empezar, trataba de un escarabajo (animales por los que Darwin tenía un afán casi infantil) que tenía adherida a una de sus patas una minúscula almeja de agua dulce como una forma de migrar a otro ambiente. Darwin siempre tuvo interés en la forma en que los animales lograban dispersarse “pidiendo aventones” a otros animales. Tal forma de dispersión permitía que hubiera muchas especies diferentes de moluscos en cuerpos de agua cercanos en una misma región, los cuales llegaron ahí gracias al favor de otros animales migrantes y se diversificaron poco a poco según los cambios que tuvieron y fueron heredando a sus descendientes. Darwin respondió esa carta y Walter Drawbridge le envió vivos el escarabajo y la almeja de quienes había escrito la primera ocasión. Darwin, a su vez, envió el escarabajo a un amigo para identificarlo, pero desafortunadamente el insecto no sobrevivió al viaje. Sin embargo el molusco ya era conocido por Walter como Sphaerium corneum y Darwin lo conocía como Cyclas cornea. Cuando Walter volvió a aquel estanque a buscar otro espécimen, lo halló pero en esta ocasión adherido a la pata de un sapo muerto. Actualmente este molusco es conocido en los acuarios ingleses por trepar por las plantas acuáticas, por las paredes de los estanques y por meterse hasta en las branquias de los peces para poder viajar gratis a otros ambientes. Esto lo logran las almejas gracias a que en su pie (la parte de su cuerpo que sobresale de entre las valvas o conchas) poseen glándulas que secretan un material adhesivo con el que se fijan a diversas superficies. Incluso Darwin un día durante su largo viaje en el Beagle encontró uno de estos moluscos adherido a una de sus prendas. Este comportamiento, que es una relación ecológica llamada foresia y que presentan muchas otras especies, fue objeto de estudio para Darwin con la intención de comprender algunos de los mecanismos de dispersión de estos animales para colonizar nuevos ambientes.

Casi 10 años después, el 6 de abril de 1882, Charles Robert Darwin y Walter Drawbridge Crick publicaron en la revista Nature un artículo llamado “Sobre la dispersión de moluscos bivalvos de agua dulce”. Trece días después, Darwin murió a los 73 años de edad. Ese fue su último trabajo publicado. El zapatero Walter murió hasta 1903, sin saber que 50 años más tarde alguien más de su familia volvería a publicar en la misma revista un artículo tan importante como el libro escrito por su colega Darwin casi 100 años atrás.

Si Walter hubiera vivido 13 años más hubiera visto nacer a su nieto llamado Francis Harry Compton Crick, un hombre cuya sangre de naturalista lo hizo encaminarse en las ciencias desde muy joven. Se reclutó pronto en los campos de la física cuando estudiante, aunque su trabajo posterior lo haría célebre en las ciencias de la vida, y es que junto con su colega James Watson, publicaron en 1953 un artículo de 2 páginas donde sugieren la estructura del ADN que tenemos todos los seres vivos. Tal trabajo les daría el premio Nobel de fisiología y medicina porque tal información permitió entender el funcionamiento de una de las moléculas que rigen la vida y la evolución, esa que Darwin analizó sin los conocimientos que se tenían en los cincuentas. Lo más exaltable de esto (y que es parte las ventajas de la forma en que funciona la ciencia) es que el trabajo de Crick y Watson redondearía inexorablemente el trabajo de Darwin al ayudar a entender que la evolución ocurre desde el ADN, determinando desde ahí la capacidad adaptativa y de respuesta a las presiones ambientales, que permitirán a una población de organismos ser exitosa en un ambiente y triunfar como especie o bien extinguirse en caso de que no tengan tal plasticidad adaptativa.

La ciencia es una de las actividades humanas mejor estructuradas de entre muchas, ya que la forma en cómo funciona permite que se verifique o se desmienta a sí misma. En este caso dos científicos con cien años de diferencia entre sus vidas realizaron trabajos que, aunque parecieran temas lejanos entre sí, son los pilares más fuertes de la Biología moderna con conclusiones que se han reforzado a sí mismas. Seguramente Walter Drawbridge Crick nunca se imaginó que se convertiría en un personaje, tal vez famoso después de esta historia, por ser colega de uno y abuelo de otro de los científicos más relevantes de la Biología.

Hace 150 años uno podía ser científico en sus ratos libres, como Walter, o ser un naturalista alrededor del mundo sobre un barco aunque se mareara al primer ventarrón de brisa marina, como Darwin. En realidad los científicos no han cambiado mucho desde entonces, aunque sí la forma en cómo se maneja la ciencia. Sin embargo la ciencia sigue siendo la fuente más confiable de conocimiento, generadora de progreso y defensora de la libertad de pensamiento. No importa si es una almeja diminuta o el origen de la vida, la motivación de un científico por encontrar su lugar en el tiempo es tan válida como sus ganas de contribuir al crecimiento intelectual de su propia especie.